Asiento reservado
- El Omar
- 7 sept 2018
- 3 Min. de lectura
Advertencia. No leer de pie en el transporte público.
No había escrito nada desde que esto pasó, y es que fue tan impactante que no salí de casa por un par de semanas. Tuve que solicitar vacaciones y desconectarme de las redes sociales, esto por falta de pago del recibo telefónico, pero esa es otra cosa.
Quiero contarles aquello que vi, eso que me dejo boquiabierto por más de un minuto.
Era la hora pico en el metro, (cualquier hora en la mañana) siempre está hasta la madre, siempre lento, siempre oloroso, muchos de mal humor y otros con prisa, la mayoría despreocupados de los demás y alerta de ponerse al pedo por cualquier mamada.
Y así como les relato, es como pasó.
El convoy del metro en el que iba, llegó a una estación de esas de transbordo, donde bastantes bajan y otro tanto aborda. La mayoría ya estaban cerca de la puerta para agilizar el proceso, un morro que iba leyendo un libro pequeño se quedó parado frente al asiento reservado, entonces llega un tipo calvo, con sobrepeso, de baja estatura (un metro sesenta), y una mochila del tamaño de su panza. Lo empuja sin más con el ansia de ganar el lugar, como si fuera lo último de valor en el planeta; demostrando que efectivamente es lo mejor que habría podido lograr en el día. Todo esto en el proceso de descenso-ascenso de pasajeros. A tal acción, el vato del libro solo lo mira con repulsión y mueve la cabeza en negativa, pues no tenía la mínima intención de ocupar el lugar.
Entre los empujones, maldiciones y mochilazos, se subió una señora con un niño en brazos, la neta ya estaba grandecito, pero igual no me percaté si tenía alguna condición que ameritara que la mujer lo transportara así. Una chica, le dice al tipo calvo que le ceda el asiento, él de mala gana le contesta que no, que ya le dieron el asiento del otro lado. Y remata diciendo despectivamente — ¡Pinche vieja metiche! —.
A lo que el vatito que iba leyendo acertó a decir —Su capacidad no da para más —y levanto los hombros en signo de resignación. Aquel no se quedó callado y se hicieron de palabras, el calvo mando a la verga al otro. El morro al estar de pie, lo miro con furia, y sin más, dejó el libro en la mano derecha que sujetaba el pasamanos, con la otra, empujó la cabeza del pasajero indeseado contra el respaldo del asiento, estrellándola con el letrero de señales en color azul. Fue tan estruendoso el impacto de la calva contra la pared del vagón, que gente del fondo volteó a mironear el espectáculo.
La palma del lector se separó de la sudada frente del obeso calvo, éste, aturdido y desconcertado, incrédulo de que en verdad un morrito había atentado contra su fanfarronería y triunfo más preciado de ir sentado; no daba crédito aún. Se tocó la nuca, la sintió húmeda, pero pensó que era su sudor, así que no miró su mano, intento ponerse de pie para enfrentar a su contrario, pero las piernas le flaquearon y quedó sentado intentando reponerse.
La gente abrió espacio porque era evidente que se avecinaba una pelea al estilo CDMX (palabras, patadas y algunos puñetazos mal dirigidos). El vatito lector se limpiaba la palma de la mano, con asco y lentamente en la ropa. Guardó su libro en la bolsa del pantalón y se inclinó sobre el aturdido hombre sudoroso… no alcancé a escuchar que le susurró, en realidad ya había mucho ruido por el tumulto y alguna que otra señora ya estaba rezando.
Al llegar a la siguiente estación, alguien ya había accionado la palanca de emergencia, los policías esperaban en la entrada del vagón. Eficientemente y con protocolo desalojaron al sangrante hombre gordo y calvo, reanudando lo más pronto el servicio. Nadie vio salir u ocultarse al morro lector, al menos nadie lo señaló. Cuando el convoy continuó su marcha la gente comenzó con los murmullos, opiniones y mejores soluciones a la situación. De los que más escuché repetir, fueron referentes a cuando el morrito se le acercó al tipo calvo.
Dicen que le dijo —No debiste interrumpir mi lectura, culero
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